Programar es, también, un juego de niños


Algunos tal vez recuerden aquellos ordenadores de hace 30 años, que funcionaban con cintas de casete y con los que cargar un juego era una aventura de suspense en sí misma. Los más afortunados contaban con unidad de disco o de cartucho. Pero los usuarios de aquellos Sprectum, Amstrad, Commodore o MSX descubríamos muy pronto que si querías utilizar el ordenador para algo más que jugar tenías que hacerte el programa tú mismo (o convencer a algún amigo más aventajado). 

Entonces había pocos programas "serios" para estos ordenadores, que cargaban alguna u otra versión de BASIC, un lenguaje de programación aparentemente comprensible para los no expertos. Existían, además, revistas especializadas que publicaban las líneas de código de programas que nos parecían el no va más. Ese era el motivo para correr al quiosco cada primero de mes.

Nuestros padres se hacían cruces al vernos pasar horas y horas allí metidos haciendo no se sabe muy bien qué… Y creo que nosotros tampoco lo sabíamos, pero nos parecía divertido y cada dificultad que surgía (es decir, cuando no funcionaba un programa después de copiar varios centenares de líneas de código) era todo un reto a superar. ¡A veces incluso lo conseguíamos!

El tema de la socialización lo llevábamos bastante bien: podíamos programar solos o en equipo, que era más divertido, y cuando nuestros padres se hartaban de nosotros nos echaban a la calle y seguíamos comentando el asunto jugando a fútbol, dando un paseo o comiendo pipas en un parque. O en el patio del cole, donde el profe de tecnología nos mostraba una cosa llamada LOGO, que servía para hacer dibujitos moviendo una tortuga, y también otro lenguaje aburridísimo al que llamaban PASCAL.

Y mientras los demás creían que estábamos locos y nosotros que nos estábamos divirtiendo, resulta que aprendíamos, también, a pensar de forma estructurada, a desmontar los problemas en partes más pequeñas, a interesarnos por los números y las matemáticas, a trabajar en equipo, a alegrarnos de los logros del otro y, sobre todo, a esforzarnos sabiendo incluso que todo aquel trabajo podía resultar baldío. Aprendimos, en definitiva, el valor del esfuerzo y a no rendirnos.